Me río ahora
de aquella niña virgen, esquiva
y aprendiz de compañera
que, en la cuneta del tiempo,
quedó soterrada.
Me río de la idiotez de pensamientos,
de los díscolos nervios que soportaba
al mirar hacia otros,
de su falta de expresión.
Y cuando contemplo, retroactivamente,
la tortura basal a la que se sometía
sigo carcajeando sin parar
por sus crueles autojuicios
siempre condenatorios.
Me río de la simpleza absoluta,
de la escama vehemente
-psoriasis de su alma translúcida-,
y de los besos que dejó sin besar.
También de los pecados me río,
de las impúdicas conductas,
del imberbe sueño
de amor y gloria que fraguó.
Me río, sobre todo,
para incitarla a florecer
porque a pesar de los años vividos
continúa en traumática comunión consigo misma,
sin despegar.
Dedicado en especial a la clase de Informática de Educación de Adultos de Calatorao.